Textos: extraídos total
o parcialmente del libro “La sombra de Gaudí”, adaptados para este paseo en
concreto, realizado el domingo 31 de marzo 2013. Fotografías: de la autora,
tomadas ese mismo día. Llegaba esta tarde a Barcelona, y pasando por la Sagrada
Familia (me queda muy cerquita) vi tal explosión de colores, que no pude menos
que pasar por casa, tirar el bolso por ahí y volver a partir para captar
algunas instantáneas. Sólo de la fachada, desde los árboles, las flores y las
plantas que la rodeaban exuberantes… y teniendo cuidado de lograr que las
grúas, andamios y redes quedaran lo mejor ocultas posible… (¿cuándo acabarán
las obras?). Es que no hay como salir un par de días para volver a mirar con
otros ojos lo que vemos cada día ¡y no valoramos! Aquí, parte del resultado de
ese par de horas que pasé contemplando a través de mi sencilla cámara, esa
maravilla que nos dejó el Maestro. A
veces se hace indistinguible lo real de lo fantástico. La Sagrada Familia, es
sin duda uno de esos enclaves. Ya la he visto en muchas ocasiones, obviamente; vivo
muy cerca, y además, es difícil vivir en Barcelona y no divisarla de vez en
cuando. Es un edificio muy alto, y el resplandor de los mosaicos de sus torres,
aumenta aún más esa sensación de que puede ser contemplado desde cualquier
punto de la ciudad. Pero hoy por primera vez, me llamó la atención ese colorido
que la rodea, y me acerqué a la estructura con la intención de observarla
atentamente y captar su esencia desde el verde que la rodea.
Me quedé, como siempre, boquiabierta frente a la
imponente figura del templo, para mí siempre lo será, aunque hace unos años
haya sido declarada basílica por el papa, pero para mí seguirá siendo el gran
templo imaginado por Antoni Gaudí. Sin importarme el cansancio de los días
fuera, las ganas de llegar a casa, darme una ducha y descansar, me quedé
contemplando con admiración las torres, y pensé que era cierto que parece que
unen la Tierra y el cielo, como él pretendía. Cuatro altísimas torres
campanario dedicadas a los apóstoles San Bernabé, San Simón, San Matías y San
Judas, con las respectivas imágenes, y con sus pináculos polícromos de cerámica
veneciana. Mientras pensaba en ello, de repente me llegaron unos armoniosos
sonidos desde las torres, que parecían mezclarse con suaves trompetas
angelicales cuanto más cerca del cielo llegaban. Eran las campanadas, que sonaban
realmente celestiales. Gaudí trabajó incansablemente en ellas, en sus
diferentes materiales, grosores y temples que en su tiempo resultaron sueños
imposibles, consiguiendo dejar un legado muy especial, mensajes sonoros y
melodías que serpenteaban entre las curvas de las piedras, bellas creaciones
que iban mucho más allá de lo que puede verse, pero que él conseguía descubrir.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Pude confirmar que sus obras no están
muertas, sino vivas. Pueden sentirse, respirarse y oírse.
Permanecí inmóvil durante largos minutos simplemente
sintiendo, respirando y escuchando la gran obra, concentrada en la Fachada del
Nacimiento. Decidí dar toda la vuelta a la manzana, para ver la magnitud del
edificio desde todos sus ángulos, siempre oteando los alrededores, que en
definitiva era desde ellos desde donde haría algunas tomas. El Portal de La Pasión, esa
extraña simbiosis donde se funden las obras de Gaudí con las de Subirachs,
motivo de polémica y críticas durísimas que no hicieron más que reforzar el
espíritu de lucha del escultor, me llevó a reflexionar sobre la conveniencia o
no de continuar con las obras. A veces pienso que mejor hubiera sido dejarla
inacabada, aun consciente de que ese no era su deseo (el deseo de Gaudí), y que
sabiendo que él nunca la vería terminada, dejó las pautas meticulosamente
marcadas para ello. El trabajo de Subirachs, según lo veo, es una
interpretación propia sobre la idea de Gaudí, porque es un verdadero artista, y
un artista no puede limitarse a copiar. Su necesidad de crear, y cierta dosis
de ego, traducida en el deseo inevitable de dejar su propia huella en la gran
obra, se lo impidieron. Hay quienes piensan que esas obras escultóricas
quiebran un poco con las directrices dejadas por Gaudí. Pero el desarrollo de esos
trabajos requiere una vertiente de creatividad bastante alta, para saber
interpretar a Gaudí, y a partir de sus ideas crear nuevos elementos adaptados a
la época, pero con una continuación estética y consecuente con lo que Gaudí
formuló. Es todo un desafío, un esfuerzo de inventiva muy interesante. A mí no
me disgusta del todo, me parece coherente con nuestra época, al fin y al cabo.
Y la libertad interpretativa es la única manera de emprender semejante empresa.
El uso de
hormigón es un poco chocante, pero ya había sido pensado y utilizado por Gaudí,
y aunque es menos duradero que la piedra, en este caso granito de Montjuic, la
calidad del hormigón empleado en estas obras, con un alto porcentaje de
cemento, es óptima, y los arquitectos que llevan la dirección de estructuras
calculan que con el recubrimiento de doce o catorce centímetros que se le ha dado
al hormigón, muy superior al que la normativa oficial exige, le dará a esos
bloques una vida de alrededor de dos mil años, antes de que el deterioro
comience a producirse en su superficie. A pesar de haberse pensado como una
obra eterna, lamentablemente llegará el día en que… En lo alto de la fachada
llama la atención el imponente Cristo desnudo que parece caer, y sobre él
planea un delgado velo de bronce. Debajo, una Verónica sin rostro desplega ante
los ojos un manto con la imagen de Jesús. Entre las dos puertas, otro Cristo
agotado, atado, casi abrazado a la columna de la flagelación, para no
desfallecer. Tras su pie derecho, leí por algún sitio (yo no lo vi desde mi
punto alejado de visión), como un dato anecdótico, que pudo conservarse en el proceso de esculpido un fósil de palma
de hace millones de años.
Continué caminando y me
detuve en la hermosa Fachada del Nacimiento otra vez, que se ve pletórica de vida, con sus columnas de capiteles
palmiformes sostenidas por estoicas tortugas, el buey, la mula, los animales y
las flores, el movimiento de las hojas y las aves, cuyo revoloteo casi puede
oírse, y las estrellas, que detrás de la luz de la tarde, aparecían y
desaparecían súbitamente según el sol se iba desplazando. Hay construcciones
que nos separan de la naturaleza, nos aíslan de los agentes atmosféricos. Las
de Gaudí, por el contrario, parecen diseñadas para que el aire, el sol y la
lluvia formen parte del ambiente, y le den vida. Después de la breve vuelta a
la manzana, me alejé para comenzar a tomar algunas instantáneas desde los
parquecitos que la rodean. Toda la estructura estremece, delimitada por muros irregulares impregnados de toda
la cultura de su época y de otras épocas, en forma de pintura, de poesía,
música y escultura, creando verdaderas sinfonías de color. Formas que se movían
en mi imaginación entre las luces y sombras entretejidas entre las ramas de los
árboles que ahora me rodeaban. Las columnas del templo también se movían como
enormes árboles, que podían olerse cual vegetación viva (como la que ahora me
rodeaba), y que hablaban de anhelos, fantasías y poesía.
Creo que estaba algo excitada ante tanta belleza,
sentimiento mezclado con la nostalgia, que inevitablemente me trajo el recuerdo
de aquellas primeras semanas en Barcelona en el año 1992, cuando volví después
de muchos años fuera de España. ¡Hace ahora veintiún años! En aquel tiempo
vivía también muy cerca del templo, en la calle Lepanto, recuerdo, por lo que
fue una de mis primeras visitas, además que lo veía todos los días desde el
piso donde estaba. Puedo asegurar que fue así tal como lo sentí. Como un viaje
en el tiempo y el espacio, como si hubiera atravesado una puerta dimensional.
Lo cierto fue que súbitamente me sobrecogió una especie de temblor interno, un
espasmo mucho más poderoso que el leve escalofrío que me había recorrido hacía
unos momentos mientras contemplaba la fachada, y un vacío en la zona del
estómago que rápidamente subió hasta mi cabeza, me obligó a tambalearme y
apoyarme en uno de los árboles. ¡Ay! La nostalgia… Llena de asombro, no sabía
si callar o gritar, si detenerme allí un rato, al firme cobijo del viejo tronco
que me sostenía, o huir despavorida. Pero me limité a seguir tomando
fotografías. El contacto con la gente (nunca falta la gente… nunca… demasiada
gente), la calle y los coches, me transportaron de nuevo a la realidad. Una
paz, una serenidad, me envolvió en su murmullo y me arropó rogándome que me
quedara. Qué lugar maravilloso… a pesar de las grúas, los andamios, las redes…
pensé lo increíble que sería poder vivir lo suficiente para verla terminada…
pero ya lo sé, es una utopía. No creo que ni mi hijo la vea acabada, aunque digan que para el 2026. Mi anhelo de verla terminada, me acarició.
A los pocos segundos volví a sentirme perfectamente
lúcida, me dije, “Alex, jamás la verás terminada”. Sin más. Y seguí haciendo
mis fotos, no sin cierta melancolía, increíble cómo una simple visita al
exterior, se me había revelado como un viaje en el tiempo lleno de sensaciones,
escenas, historias y sonidos de antaño, que venían de su propio espíritu, del espíritu
de Gaudí, a quien sé que nunca podré escuchar, pero cuya voz me susurra al oído
a través de los mensajes fósiles, mensajes dejados en las piedras de su obra
que aún sin emitir sonido, pueden oírse. Yo puedo oírlos. Está claro que Gaudí
no nació para transitar por caminos ya trazados y cruzar puentes ya levantados.
Templos y catedrales con vitrales hay cientos, miles. Pero la singularidad de
los que decoran las bellas ojivas de este, resolviendo originalmente la fusión
de sus colores y sus efectos, dejando la luz entrar sutilmente, como
pulverizada entre motas de polvo suspendidas en el aire, creando un ambiente de
profundo recogimiento, lo hace a uno sentirse pequeño ante la grandeza de un
Todo, que los creyentes, que yo no lo soy, al menos de este modo, llaman Dios.
Pero dejemos eso, pues hoy me concentro solo en la vegetación exterior, y la
figura de la Sagrada Familia a través de ella.
Las personas que me
rodeaban no dejaban de fotografiar el templo (o basílica). Algunos campaban en
el césped comiendo bocadillos, otros simplemente descansando en los bancos de
madera, o contemplando la belleza que les rodeaba. Pero la verdad, poco
pendiente estaba de la gente, tan poco, tan poco, que casi me doy de bruces con
un turista japonés (cómo no, está lleno, adoran la obra de Gaudí). Pedí
disculpas (en castellano, no sé japonés, y no voy a hablar inglés en mi propia
tierra, en eso soy chauvinista), y de inmediato le dejé vía libre para que captara
tranquilamente sus instantáneas del lugar. Su cámara, sí, era muy superior a la
mía, obviamente. Para la mayoría de ellos, ese es un punto turístico más de sus
interminables rutas, pero para mí es algo tan especial... ¿tal vez porque
escribí sobre su creador y acabé amándole? Me despedí del templo y me refugié
en un viejo café que hace esquina entre las calles Marina y Valencia, que me
llamó la atención por su rótulo en rojo y dorado que reza Xamfrà Gaudí. Me pareció apropiado para el momento, e imaginé que
debía ser un local muy antiguo, de los primeros de la zona, porque de lo
contrario el nombre se lo hubiera llevado otro. Entré allí, me senté en una de
las mesitas de la sala de atrás, a la que se accede por un pequeño pasillo
revestido de algo parecido al trencadís
gaudiniano, y pedí un cortado (lo que casi siempre pido en los cafés), para
reponerme de la caminata.
Un lugar singular, desde
luego, con tradición. Lo primero que vi fue un dibujo firmado por Subirachs,
que representa la cabeza de Gaudí por cuya barba se asoma la fachada de La
Pasión. El dibujo, que obviamente ocupa un lugar importante, cuelga de la pared
rodeado de otros testimonios gráficos históricos del barrio, sobre todo del
templo, en fotografías antiguas color ocre en sus diferentes etapas de
construcción, desde los primeros tiempos. Pintada, destaca una réplica de la
Sagrada Familia entre brumas. El camarero demoró bastante en traerme el cortado,
pues el bar estaba repleto de clientes que como yo, probablemente entraban
atraídos por el nombre, muchos de ellos turistas. Bueno, estuvo bien, un lugar
perfecto para cerrar el paseo… rodeada, aún, de la mística Sagrada Familia. No se ha de
querer ser original; todo el mundo ha de apoyarse en lo que antes se ha hecho,
y si no lo hace, no llegará a ningún lugar y caerá en todos los errores que se
han cometido ya durante siglos. No tenemos que menospreciar la enseñanza del
pasado. El estilo cada uno lo lleva, ya surge espontáneamente sin que nos demos
cuenta. Mis ideas son de una lógica indiscutible; lo único que les encuentro es
que no hayan sido nunca aplicadas, y que tenga que ser yo el primero; es lo
único que en todo caso, me hará vacilar. Antoni Gaudí (1852-1926)
Antonio Gaudi, unico e irrepetible!!
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